La sequedad arraigada en la corteza,
del viejo tronco, aún erguido del árbol,
sin el vaivén de las ramas, ahora sin hojas,
árido y desnudo como estatua, anclada
en las profundidades desmenuzadas
de sus desnudas y sedientas raíces,
lo deja sin rastro de esplendores pasados.
Él, ocupa aún sitio de privilegio en el bosque,
al pie del camino,
donde creció hacia los libres vientos.
No da sombra. Engulle y reposa la luz del día,
encrespando más y más su corteza.
En el encalmo de la noche recupera aromas
de hinojos y espliego y algo de humedad
del también reseco y cercano arroyo.
El último fragmento de la sombra,
deja de existir al alejarse la luz,
invadiendo el enorme vacío de la noche,
existiendo porque de ella era parte.
Discontinuo vacío llenándose de pronto,
de destellante luz marcando todos
los rastros y huellas de la tierra,
con lenguaje secreto y frecuente,
cuyas claves guarda ferreamente la memoria,
para que todo resulte cotidiano.
Algún día iré a ver el mar, el agua ancha
que se extiende hasta el horizonte.
Y calmar la sed de olas y espumas.
Ver las gaviotas jugar con las brisas.
Y las olas, llegar exhaustas a la orilla,
donde tenga los pies descalzos,
hundidos más y más en la arena.
Allí siento que todo revive, permanece,
repitiendo siempre lo mismo.
Renovándose muy lentamente,
pareciendo que el tiempo no pasara.
La tarde llega a su fin.
Al sol lo engulle un agua rojiza.
Y las olas con su cadencia
siguen llegando a la orilla.
He conocido el sonido del arroyo,
saltando brioso entre las piedras,
pero no alcanzo a su secreto.
Oigo el crepitar del fuego en la lumbre
y alabo su calor en el invierno
pero no entiendo la llama ardiendo.
Veo el árbol doblarse por el viento,
lo siento en la cara aunque no lo veo,
pero no sé qué lugar ocupa en el tiempo.
Sentado en una roca, en silencio oigo
el sonido del agua en el torrente.
En el fuego encendido las llamas
se doblan al paso de una ráfaga de viento.
Pero el agua, pero el fuego, pero el viento...
Otoño mueve el viento.
Del viejo castaño se desprenden las hojas.
Una primera, tímida
luego se animan otras tres,
a volar juntas
para lenta y suavemente
acomodarse en torno del anciano.
Seco está el arroyo cercano.
Otras hojas
con afán navegador
se tienden frustradas
sobre los sedientos y redondeados cantos.
Una tela de araña,
anclada de un arbusto
al tronco algo carcomido del castaño,
filtra el viento.
De la misma consistencia que la tela
se ha quedado prendido un vilano,
Un encendido y tímido
sol de ocaso
cede oro
para la puesta en escena.
La hoja caída
se encrespa al dorarse.
La tela de araña
se ilumina como entramado de feria.
La araña, en un lateral satisfecha,
contempla
el maravilloso adorno del vilano,
que iluminado por el dorado sol,
en todas sus copelas
se deja mecer
en una agradable quietud.
Y el espectáculo sigue
aunque yo ya no este.