Es invierno en los árboles.
Los pájaros traen, en sus picos,
primicias de primavera,
que el aire se lleva
porque no es tiempo aún,
de calentarse la tierra.
En un recodo del camino,
entre helechos y madreselva
unas prímulas amarillean,
como un fogonazo iluminando,
tanto verde de las yerbas,
que mirando sorprendidas dicen:
no es tiempo aún de primaveras.
Las luces del crepúsculo doran
las crestas desnudas de los árboles,
conteniendo el aliento suspiran,
por las últimas fronteras de la tarde.
Lentamente van las sombras
colgándose en silencio,
de las ramas de los árboles.
Breves gestos, casi invisibles,
para los ojos habituales.
Cae la lluvia breve y atardece.
Acrecienta el verde de las hojas.
Las maderas de la puerta se hinchan
y cobra vida, quejándose al abrirla.
La tela de araña se llena de perlas.
Por un hilo desciende una hasta caerse,
las otras tiemblan inseguras, y la araña calla.
El caracol diluye su baba y se desliza
hacia quien sabe que cercano destino.
Los alfileres de la lluvia agujerean el aire,
mientras las sombras van tejiendo
el manto de la noche, que cubre,
pero no impide a la lluvia llegar, fina y constante,
hasta los últimos rincones de la tarde.
Se ha mudado totalmente el paisaje,
llenándose de historias nuevas,
con el envoltorio blanco de la nieve.
Todo igualmente está debajo, pero
ahora dan ganas de empezar de nuevo.
Los árboles, las praderas, las rocas,
todos han quedado ocultos.
No hay polvo en los caminos.
El rumor del aire entra en el pecho.
No hay hojas que le pongan sonido.
La luz resbala por las superficies níveas,
dando claridad a la noche.
Respirando hondo el frío aire,
miro el tintinear de las estrellas
único sonido en el silencio,
y miro el excelso efímero paisaje.
El crepúsculo, casi cadáver,
difumina los últimos rayos sobre el cielo,
apoyando su cansado cuerpo
en el borde de la montaña,
hasta que no se deja ver.
La aurora, ansiosa por un mañana,
manifiesta,
con efímeras y rosadas líneas en el cielo,
que está dispuesta a aparecer,
mientras las oscuras sombras,
formando huellas ilegibles,
caen y dejan todo en letargo,
descanso de la ardiente luz,
en exceso, del día.
Solo canta al oído el agua.
Ya los últimos rayos de un sol cansado,
acarician la superficie dorada del trigal.
No hay un horizonte aserrado para irse,
solo una lejana línea al final, y caerá
volviendo, a pesar de tu cansancio,
iluminando, desde otro lado,
la muchedumbre muda del trigal,
calentando en la mañana un nuevo día,
y tu, con tu cansancio y en la tarde,
nostálgico del tibio calor de los ocasos,
a la búsqueda de la piedra y del árbol,
donde, con rutina te sientas y reposas,
a la espera del horizonte por donde marchar.
Ayer, al atardecer,
me acerqué a un remanso del río
a esperar que el cielo
tiñera las nubes de amarillo,
a sumergirme en el aroma del silencio
del agua descansando en el remanso,
contemplar cómo el agua ansía la nube blanca
que, ingrávida, se desliza en el espacio,
queriendo saltarse el ciclo.
Permanecer inmóvil quiero.
Quedar flotando en el tiempo.
Solo el movimiento de los pájaros
en su vespertina algarabía
y el oro encendiendo el verde
de la ribera florida.
La noche pronto llegará.