A Ángeles G. Weruaga
La última brisa de la tarde encrespa la mar en diminutas olas, pintando el azul continuo con laminillas blancas, como pétalos caídos en primavera. Las hojas de un olivo muestran al unísono el envés, adornando la mirada. Exiguo espacio, delimitado por piedras, huesos que el tiempo ha preservado, oculta pasos, perdidos, sin sonido ya, del que su vida dedicó a marcar huellas. Sentado sobre una de ellas, contemplo el mar junto al olivo, entre sus ramas, me acompaña un mirlo con su alocado canto del atardecer, y acaricio, con nostalgia, un guijarro.
