Después de que el sol alcanzara el cielo,
surgido del horizonte del mar en calma,
iluminando todos los rincones de la isla,
las dos pentecónteras inician su delicada travesía.
Hundidas hasta el borde por el peso,
el mar las acoge gustoso en su azul.
Con fuerza los pulidos remos, empujan
la cóncava nave hacia el infinito mar.
Tranquila y lenta es la navegación.
Hinchadas las velas hasta el límite.
Solo el golpear de los remos suena.
Estelas cansadas dejan las naves.
El cielo va cubriéndose de raudas nubes.
Ráfagas tremendas hacen bramar las velas.
Se aterran los remeros y la nave se agita,
las olas rompen espumosas contra el casco.
Sobrepasan las olas la regala de la nave.
En poco tiempo el casco se llena y se hunde.
Flotando quedan los supervivientes
auxiliados por la otra nave. Ateridos
y aterrados confían en que la petecóntera aguante.
Los esforzados remeros, asustados y alejados
de tierra firme, solo en el mar apoyados,
ven en la nueva situación,
posibilidades de ser sustituidos en el remo,
por los rescatados de la hundida nave.
Los responsables de barco, aseguran
los amarres del blanco bloque de mármol.
Y las nereidas, en el fondo, en tremenda bataola,
celebran haber arrebatado a la diosa,
parte de las tejas del ya afamado templo.