Aún no finalizaba el otoño
y un viento fresco cruzaba,
como un chorro húmedo,
por el puente sobre la calle líquida.
El sol, lanzando sus rayos de despedida,
encendía, la torre de Santa María Formosa
y el campo a sus pies, se llenaba
del jolgorio de niños correteando,
con el límite: hasta que florezcan en el cielo
los astros de la noche.
Sentada y la espalda apoyada,
en la fachada de la iglesia,
la mirada perdida al otro lado del canal.
Con sus oídos mira la ventana ojival,
que se abre desbordante de sonidos.
Dentro, iluminado por grandes velas,
un largo de violonchelo y continuo de Gabrielli,
provoca en los ojos, abiertos en vano,
la magia de la música,
y se desliza una lágrima, no vista.
Al fondo del canal se aleja una góndola,
dejando una estela y el agua en movimiento,
donde flota el dorado de la luz ojival,
con los últimos sonidos que el cello deja.