Ha crecido el castaño sin casi darme cuenta. Hace años lo planté en otros amaneceres, cuando la vida se sentía inabarcable. Hoy, al atardecer, los rayos del sol, con un ruido de tractor al fondo, iluminan las ramas aún desnudas, del ya robusto y erguido castaño.
La piel del árbol, tersa y fina, la mía menos tersa y arrugada. Efecto abrasivo del tiempo, desprendiendo olor a fruta mustia, a hojas húmedas en otoño.
¿Qué pensará el árbol al verme? Recuerdo cuando lo planté, siendo él un retoño de no más que un palmo, pensé en verlo hacerse grande y ahora, casi sin darme cuenta y con el sonido de tractor al fondo, un mar me llena los ojos, rompiendo en una gran ola de alegría.
Libres vientos, que soplan del olvido, arrastran y borran, de mi memoria, como aguas presurosas del río, palabras y ensoñaciones vividas. ¿En qué lugar las acumulas? Quiero revivirlas ahora y no sé dónde buscarlas. Tiro de una palabra y resulta algo incomprensible. Luna interponiéndose entre el sol. Eclipse que va ocultando todo.
“Ningún hombre se sumerge dos veces en el mismo río
Precedido por la dama de rosados dedos, Febo, espolea los glaucos corceles que tiran briosos e imparables del carro donde los vivificantes rayos, renovándose cada día, descubren ahora, las formas que la ciega noche negó.
Es verano y en dirección al Caistro baja, por la calle enlosada, acercándose al templo, de la diosa nutricia, plagado de columnas, hecho para permanecer en el tiempo.
Pasea a la orilla del río, que lento, arrastra y deposita su carga. Al puerto llegan cóncavas naves, empapadas las maderas del proceloso mar Ha repetido el paseo día tras día, en la aparente constancia de permanencia. El agua le invita a mojar la mano y si puede, atrapar agua y movimiento. Repite la acción, sonríe y mira con nostalgia el agua pasada.
Las olas de un mar calmado, llegan con constancia, a la arenosa y desolada orilla. A pocos metros se yerguen, aún altivas, deseosas del volver al origen, en el sudor de la tierra, esbeltas columnas del que fue templo de Apolo en Selinunte.
Empédocles, sentado en la pétrea escalinata del templo, contempla, el sudor azul celeste, suavemente ondulado y plateando en las crestas de su superficie, anhelando recuperar la naturaleza anteriormente unida y ahora separada. "Nunca los elementos cesan de cambiar de lugar continuamente..."
Se levanta acomodando el tribón. Una mano apoyada en la estriada columna, la otra extendida por alcanzar "el sudor de la tierra"