Fabuladas por las hijas de la memoria, iban entregando sosegadamente: tardes apacibles de verano, el tic tac del reloj antes de sonar la alarma, el barco inmóvil en el horizonte, el gorjeo interminable de los pájaros, el crujiente sonido de los pasos en otoño, espacios de tiempo vacíos, la mirada detenida en lo diáfano viniendo cegada de lo oscuro, la pintura verde de la mesa algo desconchada, la diminuta ola mojando los pies, el suspiro hondo que aleja el cansancio, ... y como las hojas de un libro, Iban pasando, extraídas del olvido, retazos de vida acumulada.
Las horas de la mañana, como doradas rosas y violetas, lucen destellantes, alocadas en danza, sobre el azul juvenil que las embriaga.
En ámbar dorado, las del mediodía, elevan los brazos al cenit, giran y se mueven lánguidas, entre una brisa cálida y sestean descansando a la orilla del río.
Como grises sombras salen, las horas del crepúsculo, con túnicas grises y trasparentes, dejan pasar los agónicos rayos, de un sol ya no visible.
Las horas de la noche, enlutadas, caminan a paso presto y marcado, haciendo sonar campanillas, de ruido sordo, llamando, a alguna de las otras horas rezagadas.
Vuelan dos cuervos sobre el fondo azul retazos de noche cortejando el día despojados de la negra oscuridad recorren el infinito derroche de luz, lo oscuro fundiéndose con lo claro.
Cuando el día se hunda en el horizonte y Sueño, reposo y sosiego del mundo, derrame su licor de adormidera y modorra, haciendo soportables las tinieblas, en lo alto de la silenciosa negrura, por dos trozos como rotos, el día, observará con inquietud la noche.
Llueven lágrimas sobre un terreno polvoriento donde los cuerpos son átomos que espesa el aire en una luz que no ilumina nada.
Todo queda inmóvil, diezmado. En calma desmedida. Solo flamear de voces muertas en un despertar sin ocaso ni aurora. Por estandarte un sol que se olvidó de brillar
Tristes pasatiempos de un mundo atrapado en sucesos desmedidos superando el infierno imaginado donde las palabras y los cuerpos se atomizan. Nula parece la esperanza.
Se desliza raudo ladera abajo un Abrego tempestuoso y cálido. Corre la neblina que, pacientemente instalada en el valle, escribía con transparente tinta leyendas para ser contadas en inamovibles tardes. Un revuelo de hojas altera la quietud. Los árboles se doblan cimbreantes, los animales levantan la testuz, buscando la nube que anuncie la ansiada agua en el secano. Navegan las nubes empujadas por la surada, llenarán canales y acequias, y pintarán de verdes los campos.