En el frescor de lunas y auroras
de arroyos alocados y cantores,
creciendo en ríos caudalosos,
donde se reflejan las nubes,
lluvia blanca con fondo oscuro,
el vuelo templado de un ave,
cruza la visión del cielo
dejando entre los árboles,
sonidos de cantos melodiosos
La luz del sol entera mana
deslizándose por hojas, ramas
extendiéndose por la pradera,
hasta llegar a la orilla del río
dejándose llevar por el agua,
flotando, como escamas de plata.
El día repite su cotidiana misión,
real e imaginada, se funden
formando una misma delicia,
caverna mágica que es la vida.
El reloj dorado con cronómetro
en la repisa de la chimenea,
se deshace,
al calor de troncos encendidos,
de un haya joven y seca
creando un universo de estrellas,
que titilan en la oscuridad.
Los segundos, dorados,
gotean tiempo con cadencia,
formando en el suelo charcos
de horas consumadas,
en un todo de brillo prestado
Una hoja, perdido el verde,
se ha adentrado en el zaguán,
movida por un suave Céfiro.
Intermitentes movimientos,
como últimos aleteos de un ave
hieren, el suelo, con los bordes resecos.
Del árbol en la rama era parte.
Sin miedo al abismo, pendía del peciolo,
sujeta firme, moviendo su talle.
Solo llorar puede cuando la lluvia cae,
lágrimas verdes, por no poder volar.
Hasta que con una brisa certera,
inicia una danza, con el aire cogido a su talle,
describiendo círculos y piruetas,
en una lánguida ingravidez,
eternizando la danza contra el tiempo,
suave, como un rayo de luz,
descendiendo ya en un vuelo sin retorno.
Entre los árboles, la luna enramada,
viste de plata algunas hojas,
pétalos de día en el abismo de las sombras.
En silencio y colgados de las ramas,
los delirios musicales de los pájaros,
sonidos estridentes al sol matinal
fraseo lento, soliloquios, en el ocaso.
Las luces de las casas encendidas,
dejan ver el paisaje a través de las ventanas,
vida cotidiana repetida en cada estancia.
El cielo derribado, del día, hace balance
la oscuridad reflejada en los rostros cansados,
el ladrido de un perro en la lejanía,
la noche entra por las ventanas
mezclando sombras con sombras
hasta que la luz se apaga,
destruido todo por el silencio,
como si la vida acabara.
Pasan volando hojas verdes de abedul
cuando un rayo de sol entre nubes,
penetra a través de los cristales
e incide, en la pared, justo ahí,
debajo de uno de los cuadros con paraguas.
Casualidad que haya dejado de llover.
Antes ese punto, sin sol, permanecía anodino,
callado, insignificante y ahora, rato llevo,
ensimismado en él, a la espera que el tiempo
defina la fugacidad de un cambio.
La luz del ocaso siega
las últimas yerbas de la tarde.
Una luz ya cansada,
con contornos geométricos,
se dibuja en el techo a través de la ventana.
Siega tan fino, que en sombras,
alarga el final de la tarde,
haciendo el cielo más alto,
en la encrucijada fugaz del día y de la noche,
antes que el manto de estrellas
cuelguen en el abismo
sus diminutas luces, ojos
que vigilan en la oscuridad,
la esperanza dulce y espaciosa.