Gozando de su hermosura, una gota, presencia pura en el pétalo de una rosa, agua serena, inmóvil en la tersura, del rosado cuenco que la aloja, espera, el instante preciso, el frágil vuelo y en compañía del aroma, a depositarse en el suelo y el follaje. De la rosa lleva sus átomos de perfume qué resistirán bien aferrados, los envites del impetuoso río hasta su llegada al mar.
Del río pasa el agua ensimismada, sabedora del destino que la lleva. Transcurre lenta e idéntica a sí misma que el álamo no para de mirarla. El aire capta el frescor del cristal levantándolo hacia las ramas del árbol, y se diluye invisible en él, sin que las hojas lo noten. Un mirlo observa atento la escena, y el agua impasible baja. La luz de la tarde muestra sus oros y entre las ramas un rayo incidente, como una espada en diagonal, hiere la superficie del agua. En ese momento de la tarde el mirlo, desde la rama empieza a cantar. Yo creo que está diciendo a todos lo que ocurre cuando el agua del río pasa.
En los confines del mundo, lugar donde tienen final todas las cosas, el aire paralizado asienta una noche inerte, con sombras aprisionadas sobre un lago. De los confines de la vida y agotados llegan con sus aguas varios ríos. Olvidando hasta sus orígenes llega el Leteo, con plácida corriente, no recordando las vicisitudes del recorrido. Cerca, el Meandro, retuerce su pesado caudal, indeciso en sus vueltas, si entregar las aguas o regresar a las fuentes. El Aqueronte afligido por su escaso caudal, mientras el Cocito llora su transformación en apestosa ciénaga. Todos llegan, cargados de restos de vida, a la laguna, inmóvil, incierta e inquietante de las aguas de la Estigia.
Parda tierra, con ausencia de agua. Sin música en los ríos. Es el momento en que las pajas del trigo, muestran todo su esplendor dorado, bajo un soplo mágico de luz. Los montes suavizan sus laderas, en una oscura e inclinada melancolía ante la inevitable mutación de las horas, delimitando los contornos del mundo. Navegando la luna en el desvaído azul, va pintando de morados la planicie, antes de que la noche vaya cayendo. Desprotegido queda el paisaje. Sopla suave un viento fresco y la luna ahora concentra toda la luz que perdió el campo.
No supe cuando se rompió el atardecer. Algunas esquirlas doradas mostraron, sin que hubiera continuidad, que el sol cansado, como diariamente, había cruzado el invisible ocaso. Sin fuerza de fuego las velas se apagaron como luces mortecinas envueltas en una niebla tan cerrada, que parecía el cielo a ras de tierra. Pegada al cuerpo como el mar cuando en verano te sumerges en sus aguas. Sin ver más allá del gris. Ciego a todo. La vista trocada en tacto, ahora, extrae de la memoria objetos conocidos. Solo los sonidos se trasmiten por el gris. La mano acciona la manilla de una puerta. Adentro luces encendidas iluminan delimitando los contornos de las cosas. Al cerrar la puerta una tenue nube gris se va lentamente disolviendo en el aire.