Miro mis manos sobre las rodillas, reposo la cabeza sobre el respaldo del sillón y veo caer lentamente la tarde. Hay un cambio en las luces, aquella rama de arce, iluminada por un rayo de sol que las nubes filtran. Sigo los saltitos del gorrión picoteando el suelo, que, satisfecho levanta la cabeza y mira no sé a qué. Los árboles aislados, generan sombra sobre la pradera. Una suavísima brisa mueve las ya algo resecas hojas del cerezo, que vibran como si un bóreas soplara. Un silencio sonoro lo invade todo en sutil orquestación. Tardíos aromas de madreselva me llegan lentos, queriendo quedarse, en esta quietud repleta.
La primera mirada matinal después de en la noche morirse un poco, surge ansiosa, apurada, excitada por agarrarse al esplendoroso día. Un verde lo invade todo en una mancha indescriptible que poco a poco va mostrando lo que contiene. La mirada sigue inquisitiva y se adentra por los huecos que el rutilante color permite deteniéndose en la rama de un árbol. Todo está en orden y desde la rama, como cada día, volar por los colores adentrándose en sus misterios, celebrando la vida retomando los cielos.
Constante ir y venir. Suavemente unas veces. Impetuosa y golpeante otras eres la dueña de todo. El acantilado, quieto, espera tu cambiante carácter y aunque es duro, se entrega como víctima al altar de la insaciable demolición. Dices que son otros los que guían tus actos, que estás atada a sus caprichos. Gea se queja de tantos golpes y Eolo, colgado de uno de sus cuernos, se ríe y corteja a Selene.