Adentrándose en lo profundo del bosque, allí, donde no llega el sonido de los hombres, el aire ejerce como hacedor de sonidos, y así los árboles mueven sus hojas y ramas, y siguen un tiempo sonando después de pasar la ráfaga, que también entra por las hendiduras y oquedades de los antiguos y grandiosos troncos, silbando, rugiendo, vociferando sonidos, y cuando se detiene el energético viento, se quedan las oquedades vacías de silencio. Es cuando el agua del arroyo ocupa el vacío golpeándose contra los cantos del cauce, Mientras desde la quieta rama, un mirlo, acompaña con su canto a la fugaz agua que presurosa sigue su curso hacia su destino.
Se iluminaba ante mí el camino, reseco y ocre en el principio del verano. Oscureciste por un momento el cielo elevándote y clavándote en él. Solitario en el cruce de caminos, sin hojas que una brisa mueva. En otros sitios apagas la clepsidra. Aquí vacío sin mudas tapias blancas, encerrando huecos removidos de tierra, ¿Quién te plantó creyendo que atrajeras, a tus pies a los que ya nada dicen, a los que las palabras callan después del silencio?
Encendidas las estrellas en la noche el silencio inquieto no puede reposar. Hay sonidos que se extinguen y retornan. La curuxa, con su canto cadencioso y enigmático provoca expectación en la espera que se repita. Un perro ladra en la lejanía. Otro responde más cerca y la curuxa calla. La luna sale por la cresta del monte y aunque ilumina las dos rosas del rosal, éstas, calladas, susurran aromas. No llega a oírse el ruido de las estrellas organizando las constelaciones, incluso una que se marcha fugaz sin fijarse a nada, silenciosamente sale de la noche iluminada. Sé que todo está a la espera de que se apaguen las estrellas y jirones de luz de un solo astro, extingan las sombras, inundando, el vacío, nuevamente de vida.
¿Puedo sin la mirada distinguir la grandiosidad del bosque? Ahora, en primavera, lleno de sutiles acontecimientos, no me sacian los sonidos de los pasos entre las hojas secas, ni solo el canto mezclado de los pájaros, ni el agua presurosa del arroyo... Ahora la vista, prevalece entre los otros sentidos sin apagarlos. Diminutos brotes en las ramas, empujan por manifestar su interior. En algunos árboles prematuros, ya lucen, nevados, por la flor. Las praderas llenas de prímulas y en las orillas verdes del río, los narcisos quieren asomarse al espejo que les brinda el cauce. Ahora se completa el rumor de sonidos con coloridas formas y movimiento.
El mar quieto y callado en su maradero, acoge a resguardo varias barcas, dos de ellas amarradas al único noray, donde estoy sentado contemplando el leve vaivén del agua en su espejo. Con cierta cadencia suena un golpe seco del agua contra la dormida barca y me llega el golpe a través de la cuerda. Las últimas esquirlas del sol aún titilan en la superficie de la acorralada mar. Ensimismado en ellas hasta su extinción levanto la mirada y todo el espacio ha sido invadido por la noche. El ritmo del tiempo sigue implacable. Vuela decidida una gaviota. El golpe sigue su cadencia. En las pausas se intensifica el olor a mar que trae a tierra la fresca brisa.
He salido a ver el atardecer. Nada especial, tan solo que va menguando muy lentamente la luz. Sin colores ni aromas especiales. ¡cómo tantos atardeceres!
Un canto de pájaro en la escasa luz, rompe el silencio y no lo veo. Busco en la fronda desnuda de un árbol, de allí me llegan los briosos trinos, que se expanden en el oscuro verde del prado. En mi insistencia por verlo cantar, pierdo parte del momento mágico que él fabrica. Enigmático y misterioso. Abierto al paisaje y deseoso de él. Desde su inexistencia escucho su delicioso canto.
En esta avanzada hora de la tarde, las montañas se vuelven doradas y allí, en la cicatriz de la roca fresca a causa de un desprendimiento, el dorado se muestra rojo naranja, como si la roca sangrara de una herida. Ladera abajo el valle, centellea de verdes como serpentina pulverizada. Todo el conjunto resplandece como si estuviera encendido y la llama fuese extinguiéndose, lentamente, acrecentándose la oscuridad, y surgiendo de ella las sombras. Dejando en silencio las cosas.
La vida es lo que llega a cada instante, pero también hay vida en lo pasado. Lugares, sonidos, colores, que el tiempo va enterrando, pero vuelven cuando se produce el milagro del recuerdo. Surgen de repente. Abrir una ventana y ver otro paisaje: el mar en la montaña y una suave brisa marina donde antes llovía a raudales. Algunos modificados por el tiempo, pero gratos al revivirlos y comprobar que no son olvidables, aunque te embriagues con nepente. El olvido vendrá cuando sacie la sed en las aguas del Leteo.
El día luminoso ha concluido. La oscuridad aguarda con su negrura. El destello de la conversación se desvanece ante el oscuro y fatalista lustre del pensamiento, que ahora vaga en su último hálito, por bosques envueltos en blanca niebla hacia el estancado y fangoso Aqueronte. Siempre prematuro parece el viaje. Teme no encontrar la barca en la orilla.
Adelantándose a los acontecimientos, dentro del bosque y en un árbol apoyado, Caronte espera.
Arriba en un cielo azul pegado a la altura de los árboles, un sol frenético por brillar, despierta al bosque con ayuda del parloteo insistente de los pájaros. Despierta a la vida el silencio del olvido natural del mundo que la noche derrama. Los rayos van invadiendo cada resquicio y espero con impaciencia su llegada a la florida mimosa y ver cómo enciende e ilumina, como gotas de rayos, cada flor del amarillo árbol.