Al igual que el sol, en los límites del monte pierde solidez en alguno de sus rayos y los otros, como queriendo suplir su falta, parece que la incrementan y más que esconderse en las sombras, parece que sale en la mañana tras la aurora. Así la vida en sus atardeceres, muestra signos de euforia para después arrebatarla y dejar que se deslice al otro lado de la montaña.
Los días de alción son templados y tranquilos. Un dios sol brillante y sangriento, reflejado en cualquier playa no es un misterio. Los límites de todo se han desvanecido. El mundo se manifiesta en toda su crudeza, ante la arrogancia humana de ser dios, tratando de agarrar y asir el más allá, el dios eternamente inalcanzable. Pero, éste hace una tregua, en el vano esfuerzo, templando y amainando los vientos, para que el Martín pescador, rehaga y ordene su nido
En un resplandor de pura nada, se extendía en el cielo la constelación. Un puñado de puntas de daga brillando en el silencio opaco de la noche. Lo distante parece que se vuelve cercano, pero no resuelve el enigma, son zafiros que delimitan la noche en su vacío sin límites, donde, avanzamos a tientas y esas luces dagas, no indican destino, tan solo entretienen el camino.
Tarde invernal de primeros de marzo. Las nubes grises, de tan juntas, han pintado el cielo de un continuo gris metálico y se han atrevido a mojar las primeras flores asustadas del cerezo con una lluvia fina e imparable. Enfrente, en la ladera y debajo del calcáreo roquedo, los árboles aún desnudos forman una masa oscura que se va también, como el cielo, compactando en un oscuro color, con algún atisbo de verde, mientras cae la tarde de manera anodina. Guardo en la memoria otros coloridos atardeceres, de los que mi retina revive para darle algo de color a una tarde invernal de primeros de marzo.
Todos allí unificados, en igual naturaleza, en igual compostura, en el mismo recinto. Antes cada quien, pensaba, hacia, reía, amaba, planificaba... Ahora, la máquina de igualar, que nunca se para, transforma a todos en la misma nada. No hay posibilidad de juntar partícula a partícula La forma ha desaparecido, ningún Fidias con sus inimitables manos, podría recuperarla. Ahí se quedo todo, en un barro nutricio, dador y alimentador de otras vidas, las que ni siquiera sabrán quien aportó y que, para que todo siga existiendo. Así fue también con los que ahora son barro y tampoco se dieron cuenta del origen.
Tras el cristal de la ventana llueve. Grises nubes cubrieron el cielo negreando el día, acercando con rapidez la oscura noche. Un frenético viento azota y cimbrea los árboles al compás de la lluvia, el extremo de una rama, sin hojas, roza el cristal de la ventana, añadiendo un atemperado acompañamiento, a las gotas que bailan en el suelo. La tarde se consolida en un horizonte anubarrado, sumando grises.
Entre los bordes de unas nubes, en su impetuoso impulso a mezclarse y oscurecerlo todo, los últimos rayos, sacados del horizonte, pintan de cárdeno el cielo.
El hombre camina,
ahora en tierra firme,
entre las casas apretadas, calle abajo,
en un suelo de cantos incrustados,
por donde circula el agua sin mojarse.
Llega a las grandes losas talladas
que circunvalan el puerto.
Al fondo negro y solitario
al borde del agua el noray espera.
Sobre él se sienta con mirada lejana
en busca de un horizonte donde detiene la vista,
en un cielo por el que corren nubes
que semejan veleros surcando mares….
Los últimos colores de la tarde van cayendo.
El horizonte se difumina en oscuros.
La mirada se acerca henchida de nostalgia.
Con el extremo del bastón recorre
la unión de dos losas del suelo,
se detiene en dos escamas de peces
que brillan adheridas, como estrellas,
al encenderse el sol de una farola.
Ese ayer que es hoy y que era mañana,
que ya nadie volverá a ver caminar
por calles que devoran los presentes,
a la espera, de un impuntual porvenir,
se llevó todas las ansias acumuladas,
proyectos inconclusos de:
"esto lo dejo para mañana".
Río raudo y poderoso,
creado gota a gota entre los montes.
Sobre sus aguas, desciendo,
ruta y sendero hacia la mar,
contemplando, al definitivo pasar,
sus ansiadas márgenes
orladas de frondosos árboles,
repletos de pájaros cantores.
Más adentro la florida pradera,
edén del ganado pastando,
acorde lento de esquilas y aromas,
donde brotan violetas perfumadas.
A lo lejos azulados montes,
oro fundido los crestones calizos,
por el frío sol de la tarde declinando
Quieto e impasible espero,
en el aire, el tiempo ir pasando.
Los árboles inclinan su hermosura
sobre espejos que nunca los reflejan,
azogue de apresurado paso,
ensimisma el movimiento y su sonido,
dejando, en las orillas, esparcidos ecos
que la primavera, resurgiendo, escucha,
en el ardor dulce de un mediodía.
En un ribazo y en calma, el agua
espejo se forma bajo la fronda,
a la espera que el árbol Narciso vea
de sus ramas, moverse las hojas
y aunque no es tiempo de secas caerse,
una verde hoja, desciende en el aire,
quedando en la superficie resplandeciente,
dádiva arbórea hermoseando la primavera.
Suelta la nube, libre en sus contornos,
pasa ligera rumbo a disiparse,
ser tragada por la luz, que la ilumina,
por la tierra que la crea, cuando
el sopor del sol, arde el húmedo bosque
incendiando de humo toda la fronda,
desguazando el agua indefinida
en figuras de formas distraídas.
Incluida en la vastedad del paisaje,
en el invertido mar navegas.
Imponiéndose un azul intenso,
tendido hacia su propia calma.
La luz ajada del otoño, tornasola
en el ocaso, los límites de tu forma.