Grandezas humanas, envidia de los dioses, que quisieran ser los artífices de ellas, y es la propia naturaleza que con su mecanismo compensatorio tiende a mantener su esencial equilibrio, recortando lo que sobresale o desarrollando aquello que ella misma elige, correctora del equivoco comportamiento humano. Deja a los hombres libres de decidir, creyéndose diseñadores de su destino, complaciente al verlos en su incapacidad de ver el juego sin conocer las reglas, haciéndose dueño de todo, como sí sólo lo humano existiera. Mientras, desde su magnífica atalaya, como cada tarde, la madre nutricia, sustentadora de todo, se prepara en un atardecer ardiente, a despedir el día.