Despierta del cálido y dulce letargo.
La alondra indica la vigilia.
Un escalofrío recorre su cuerpo
y no solo por el frescor de la escarcha en la mañana.
En la arena, lecho que albergó a los amantes,
aún un destello de tibieza despunta cuando,
en turbada expresión, tienta con la mano.
Nada dicen los pájaros en su gorjeo,
tampoco las constantes olas que se acercan a la orilla.
Un punto marcado en el horizonte indica
cuán lejos está la cóncava nave.
Subida en lo alto del promontorio,
que más adelante albergara el templo de Apolo,
rompe los vestidos y a modo de estandarte
agita el peplo con desesperada aflicción,
a la espera de que la nave modifique el rumbo,
desapareciendo el punto en una línea.